Sunday, September 30, 2007

El primero de octubre

En otra época se celebraba el primer día de octubre, una fiesta –bank holiday, como dicen los anglosajones– con motivo de la Exaltación del Caudillo a la Jefatura del Estado. Nunca supe bien lo que era exaltación; aquello me sonaba, si no a una toma por asalto, sí a un salto para alcanzar una peña o posición elevada. En cualquier caso, era la fiesta de Franco por excelencia. O excelentísima, según se mire.

Exaltar es elevar a alguien o algo a gran auge o dignidad, pero no estoy seguro de si en el caso que nos ocupa, estaría más cerca de la realidad su forma reflexiva. Y no me refiero a dejarse arrebatar de una pasión, perdiendo la moderación y la calma, sino de elevarse uno a sí mismo.

Ninguna añoranza de la época se me aparece, como no sea la felicidad incauta de la niñez o la cándida adolescencia; pasar los jueves por la tarde –fiesta en el colegio– en los jardines delante de casa que es lo que ahora llamaríamos parque, con una rebanada de pan y una pastilla de chocolate de algarrobas que no de cacao. Pero recordar aquella época trae recuerdos que, si bien muchos no han vivido por su edad, ahora sí querrían vivirlos por su posición.

Es el caso de los ministros del gobierno. Los ministros de Franco sí que mandaban y se hacían respetar y eran respetados, aunque fuese por temor al látigo. No como ahora que cualquiera puede permitirse tachar de mindungui a un ministro, sin más razón que el ejercicio de la libertad de expresión.

Llegaban a las doce al despacho, firmaban –que no despachaban– y se volvían a marchar en uno de aquellos flamantes coches americanos que en Madrid llamaban haigas –por aquello de pedir en la tienda de coches el más grande que haiga–, con una matrícula que denotaba claramente el destino del servicio de movilidad al que estaban adscritos: PMM (Para Mi Mujer) como podía leerse en su matrícula.

A un ministro de comercio, Alberto Ullastres que decidió trabajar con ahínco, en la nueva política económica, junto a Mariano Navarro Rubio, ministro de hacienda, en 1957 para salir de la autarquía y entrar en la economía de mercado a través del plan de estabilización, le llamaban “el abominable hombre de las nueve” porque esa era la hora a la que se incorporaba a su despacho todos los días.

Hoy, hasta Carme Chacón puede ser ministra. ¡Y de la vivienda! Será para ver si así consigue piso. No es por desmerecer, pero esta pueblerina de 36 años qué experiencia de la vida, profesional y política de verdad no de barrio, tiene para ser ministra. Lo que decía más arriba, hoy, cualquier mindungui puede ser ministro.

Y es a lo que lleva la democracia, que no es que esté mal, ni mucho menos, sino todo lo contrario, pero salvando las distancias políticas, la presencia que tenía, por ejemplo, el ministro de justicia franquista Antonio María de Oriol y Urquijo, nada tiene que ver con la tenue personnel –como dicen los franceses– del actual ministro de justicia Mariano Fernández Bermejo, pongamos por caso.

La democracia progresa y en este país de nuestros pecados, la partitocracia se impone. Así, no solamente no se elije a los representantes del pueblo por su nombre, sino por el de la lista cerrada del partido al que pertenece. Y el cabeza de lista que se hace con el mando, que nada tiene que ver con que sea el más votado o no, elige para ministros y ministras por igual, por aquello de la paridad de sexos (lo que discrimina otros elementos discriminatorios como la religión, la raza o las inclinaciones sexuales) a aquellas personas que más han medrado dentro del propio partido, tengan o no capacidad para ser ministrables. O aún teniendo capacidad y preparación, no tienen la mano izquierda necesaria para ser ministros, pues un ministro es un político de altura, no un tecnócrata versado en un tema. Y menos aún, ni una cosa ni otra.

En cualquier caso, mañana día primero de octubre de 2007, no es fiesta ni siquiera bancaria. Peor aún, es lunes y hay que trabajar.

Monday, September 24, 2007

Eso no es catalanismo

[Editorial de La Vanguardia del 24/IX/2007]

DE un tiempo a esta parte, proliferan las manifestaciones de un soberanismo de corte maniqueo, con frecuencia maleducado e hiriente, que envenena las relaciones de Catalunya con el resto de España estableciendo una relación de vasos comunicantes con el españolismo catalanofóbico, su gran beneficiado. La comprensión o el silencio que han rodeado la quema de fotos del Rey en Girona y la conversión del engreído treintañero incendiario en mártir de una supuesta España represora son el último capítulo de un bochornoso serial ideológico. Protagonistas de tal serial son las plataformas independentistas - que obtienen un tratamiento periodístico muy por encima de su representatividad- y algunos personajes pintorescos: aquel celebrado actor que no consigue diferenciar los ingeniosos balbuceos de su personaje televisivo de la lamentable charlatanería de sus mítines; o aquel destemplado jurista que ha conseguido notoriedad denunciando a un Estado de cuyo aparato participa.

Se trata de un soberanismo de vuelo gallináceo, tan estridente como irreflexivo, fundado en los tópicos de la visión romántica de la historia. Su relato es sentimental y sus acusaciones no alcanzan sólo al Estado, a los políticos españoles o a España en general, sino también a políticos y miembros relevantes de la sociedad civil catalana, acusados de connivencia culpable y de cobardía, cuando no de traición. Esta visión de las cosas se divulga con sospechosa redundancia, a veces en tono sarcástico e insidioso, a través de unos medios públicos que deberían respetar escrupulosamente todas las sensibilidades ciudadanas.

Este soberanismo visceral acostumbra a reclamar del Estado español, con grandes aspavientos, el pleno reconocimiento de la pluralidad interna, pero es incapaz de reconocer, siquiera de respetar, la enorme pluralidad que anida en la compleja y cambiante sociedad catalana. La desacomplejada parcialidad con que desde los medios públicos se comentan los acontecimientos deportivos es el ejemplo más popular de la falta de respeto a la pluralidad catalana. La visión despectiva de las selecciones españolas o el tradicional barcelonismo de estos medios, ya de entrada discutible (según las estadísticas, un 40% de los catalanes son forofos de otros equipos), ha derivado en los últimos años en inaceptables formas de antimadridismo. No vale la excusa de que en algunos medios públicos de Madrid se cometen los mismos errores. Los extremismos extremismos se necesitan y alimentan mutuamente, pero Catalunya –que ha salido muy fatigada del reciente cambio estatutario– necesita cordura, seriedad e inteligencia para poder plantear sus justas reivindicaciones y debe exponer sus necesidades armándose de razón, no de excesos. Nada puede perjudicarla más que aparecer identificada con posiciones infantiles, extremistas.

Es evidente que este soberanismo ruidoso y ensimismado perjudica a la causa de Catalunya, pues provoca más recelo entre los propios catalanes que seducción. ¡Flaco favor se hace a la expansión de la lengua catalana si los medios que hacen bandera de ella desprecian a tantos catalanes que sienten o piensan de otro modo! Alegrarse de la derrota de la selección de Gasol, comprender o relativizar la quema de fotografías de los Reyes, insistir desde los medios públicos en el mapa pancatalanista olvidando el masivo sentir de los valencianos o aprovechar los graves problemas infraestructurales para promocionar la enésima plataforma soberanista no resuelve nada: complica más las cosas de lo que ya están. Si el independentismo en el Govern y el nacionalismo moderado en la oposición siguen manteniendo una relación ambigua, amable o acomplejada frente a estas minorías, lo pagarán caro. En este momento grave, la sociedad catalana exige seriedad, pragmatismo y moderación. También el socialismo que lidera las principales instituciones catalanas puede pagar caro su silencio concesivo y pragmático. A Catalunya le sobra hervor, pero le faltan palabras sensatas. Falta valentía para defender el principal legado del catalanismo: la defensa de los intereses materiales y culturales de Catalunya y la voluntad de hacerlos compatibles con el progreso de España.

Sunday, September 02, 2007

Entrevista al vicepresidente

[Publicado en La Vanguardia el 29/VIII/2007]

Ilustrativa entrevista a Josep Lluís Carod-Rovira publicada el pasado 26/ VIII/ 2007. Según el vicepresidente de la Generalitat, todos los males de Catalunya se reducen a la E de España. Corolario: si no fuera por España, Catalunya iría viento en popa. Quizás considera una nimiedad que el 80% de los bienes y servicios que se producen en Catalunya se facturan a España - Catalunya incluida-. Comparar los ferrocarriles de la Generalitat con Renfe supone una gran abstracción o desconocimiento de la complejidad de uno y otro. Por no hablar de la gestión deficitaria de la sanidad catalana; tal vez el traspaso del hospital Clínic arreglará el déficit de éste y el de todos los demás; veremos.

Por lo que hace al Estatut, dice Carod-Rovira que el pueblo ha hablado; cierto: con una abstención de escándalo institucional pero aprobado legalmente. Y si por ERC fuera, se hubiera votado no y si ese partido fuera consecuente con su postura, seguiría luchando democráticamente por mantenerla.

Desconoce Carod-Rovira por qué es tan apreciado por el PSC, que es como decir que no sabe qué méritos aporta al Govern. Así como reconoce también que ERC, en cuanto a su proyecto estratégico de un Estado propio, no tiene complicidades en núcleos de poder económicos y políticos.

En definitiva, no se entiende muy bien la postura política de Carod-Rovira, o sí. Cuando, además, dio a conocer su faceta diplomática con la foto de la corona de espinas o la visita al presidente del COI que remarca su desconocimiento del juego deportivo político internacional. Gracias, señor Carod, por sus aclaraciones; ahora le conocemos aún mejor.